«Padre, no tiene ni idea de lo que pasa en una fábrica»
Kim Tae-jin, SJ - Misión de
los jesuitas en Camboya
[De la publicación “Jesuitas 2022 - La Compañía de
Jesús en el mundo”]
La experiencia de encarnación de un jesuita que trabaja de forma anónima en una fábrica junto a trabajadores explotados.
Conocí a SreyTot un sábado a principios de 2016. Era una trabajadora de la confección en el polígono industrial de TuolPongro. «En nuestra fábrica no podemos ir al baño cuando queremos». Y añadió: «Nos despiden si no hacemos horas extras». Respondí enfadado. «¿Qué? No pueden hacer eso. ¡Es una violación de los derechos humanos! Ve a denunciarlo al sindicato». Cerrando los ojos con fuerza, giró la cabeza y replicó: «Padre, no tiene ni idea de lo que pasa en una fábrica».
Durante muchos años, solía visitar el complejo
industrial de TuolPongro cada fin de semana. Pensaba que me estaba acercando a
la vida de los trabajadores camboyanos. Pero SreyTot me hizo ver que había
estado viviendo seguro como en un castillo: en la Iglesia, la universidad y la
Compañía de Jesús. Así que no podía ver a los trabajadores tal y como eran.

En la segunda semana de los Ejercicios Espirituales, el Hijo mira al mundo e insiste en descender a él. Ahora creo que he vislumbrado el porqué. La única manera que tenía de comprender profundamente a los seres humanos, de simpatizar con ellos y de salvarlos, era, sin duda, la encarnación: trabajar y vivir en el mismo lugar y de la misma manera que lo hacen los seres humanos.
Oí el susurro del Espíritu Santo invitándome a estar con los trabajadores de la fábrica, pero tenía miedo. No por las duras condiciones de trabajo. Las protestas laborales de 2014 se convirtieron en un baño de sangre después de que el gobierno utilizara la fuerza militar, con el resultado de cinco muertos y decenas de heridos. Desde entonces, el gobierno vigila de cerca a las organizaciones de trabajadores, especialmente a los extranjeros que se acercan a los obreros.
En octubre de 2018, conseguí un trabajo en una fábrica.
Nadie, excepto el director de la fábrica, sabía que yo era un sacerdote
católico. Durante los primeros cuatro meses, trabajé en un almacén. Cuando
llegaban contenedores de 13 metros de altura, abríamos la puerta trasera y descargábamos
grandes rollos de tela, echándolos al hombro. Más tarde, me asignaron a un
departamento de empaquetado donde ponía los productos finales en bolsas de
plástico, luego en cajas, y las trasladaba a un contenedor.

Las operarias (la mayoría son mujeres) de las máquinas de coser a menudo se veían obligadas a trabajar de 11 a 12 horas al día para cumplir su cuota. Tenían que arriesgar su trabajo si querían tomar una baja por enfermedad o llevar a los niños al hospital. Habitualmente, a cada línea se le daban dos pases para ir al baño. No pueden ir al baño más de dos personas al mismo tiempo para que no se interrumpa el flujo de trabajo. La actitud coercitiva del supervisor les dificultaba el ejercicio de sus derechos legales a coger la baja por enfermedad o las vacaciones mensuales pagadas.
Los trabajadores eran como moscas de la fruta
atrapadas en una tela de araña. Las familias rurales pobres envían a sus hijos
e hijas a las ciudades para que ganen dinero. Mienten sobre su edad para
trabajar en una fábrica. De los 250 dólares que ganan trabajando horas extras,
envían 200 a casa. Con esto, sus padres consiguen pagar sus deudas y alimentar
y educar a los más pequeños. De tres a cuatro trabajadores comparten una
habitación de 30 dólares y comen tres veces al día en carros de comida. Dejan
atrás el hogar y la familia, pierden oportunidades educativas, viven una vida
atada a una máquina de coser, pasan su juventud y envejecen, solo para apenas
mejorar su vida y la de sus familias. Observándolos en una fábrica, me di
cuenta de lo que era esencial para ellos y ellas: alfabetización, higiene,
salud e ingresos estables.

En enero de 2020, dejé la fábrica para abrir una escuela nocturna, RUOM (juntos), que ofrece clases de alfabetización. Los obreros vienen a las 6 de la tarde, después de 10 horas de trabajo; comemos, reímos juntos y estudiamos el alfabeto jemer.
Recientemente he retomado la enseñanza de la filosofía de Asia Oriental en la Universidad Real de Nom Pen. Mi deseo es que los trabajadores-estudiantes sigan reuniéndose y realizando sus actividades por su cuenta.
La encarnación de Jesús incluye la traición y el
sufrimiento. La mía también. Pensaba que pasar tiempo junto a los obreros me
había acercado a ellos, pero al fin y al cabo era un extraño. He vivido en
Camboya y he hablado su idioma más tiempo que ellos, pero no podía ser uno de
ellos.

Como en la encarnación de Jesús, la muerte llega al final, muriendo el antiguo yo. A través de la encarnación como obrero en una fábrica, mi cuerpo nació de nuevo. El acúfeno y el insomnio que me habían estado matando durante años desaparecieron y fueron sustituidos por el dolor de hombros y el picor de la piel, probablemente debidos a los pesados rollos de tela y a los ambientes tóxicos.
Antes no podía ver por qué no podían ir al baño, por
qué tenían que hacer horas extras, por qué enfermaban tan a menudo, por qué
bebían cerveza, por qué cantaban karaoke a todo pulmón después del trabajo, por
qué llevaban un maquillaje excesivo y ropa provocativa, por qué no sabían leer
ni escribir, por qué no podían ahorrar dinero... Al otro lado de la pared,
había una tela de araña. Ahora mi ojo la ve. Se hizo visible cuando pisé el
mismo suelo que ellos y los miré cara a cara, sudando el mismo sudor.