“¡No hay que desesperar a causa de nadie!”

Por Mathias Moosbrugger - Collegium Canesianum, Innsbruck, Austria
[De la publicación "Jesuitas 2022 - La Compañía de Jesús en el mundo"]

Pedro Canisio y la visión jesuita del mundo

Los últimos años de la década de 1550 no constituyeron un periodo especialmente agradable para los jesuitas. No solo tuvieron que lidiar con la muerte de Ignacio en julio de 1556, sino que un año antes un enemigo declarado de los jesuitas había sido elegido papa. Pablo IV quiso aprovechar inmediatamente la ausencia de liderazgo entre los jesuitas para transformar la Compañía de Jesús en una orden de acuerdo con sus ideas. Con ese fin, disolvió la primera asamblea jesuita para la elección de un nuevo Superior General y decretó una prohibición que impedía a todos los jesuitas salir de Roma. Recurrió a tretas para que la elección del Superior General no se celebrara hasta 1558. En aquel entonces, nadie sabía muy bien qué pretendía con todo ello y si, en último término, estaba incluso preparando un golpe definitivo contra la orden. Lo que sí estaba claro es que el futuro de la joven Compañía de Jesús pendía de un hilo, pues en ese momento no era previsible que Pablo IV muriera un año después. En realidad, en 1558 parecía todo menos seguro que los jesuitas tuvieran futuro en la Iglesia a largo plazo.

Pedro Canisio se encontraba en el centro de los acontecimientos cuando las cosas se agudizaron en Roma de forma dramática. Ignacio, pocas semanas antes de su muerte, lo había nombrado primer Provincial de la Provincia de la Alemania Superior. Como tal había acudido en 1556 a la frustrada elección del Superior General y en 1558 a la que se celebró con éxito. Inmediatamente después de la elección de Diego Laínez fue enviado por orden papal en misión diplomática a Polonia, junto al nuncio Camillus Mentuati. Con ello pasó directamente de la miseria romana a la miseria polaca.

Si antes había sido Pablo IV quien le había hecho la vida imposible a él (y a toda la Compañía de Jesús), ahora eran las circunstancias en Polonia. Aquí entró en contacto con personas que, según escribió, eran «realmente bastante toscas» y guardaban «para sí mismos todo su amor y cortesía». Pero, sobre todo, la Iglesia local estaba hundida. Al igual que en Alemania, en Polonia también había que cuestionarse, según su apreciación, si el catolicismo realmente seguía teniendo futuro y de qué forma. Ahora bien, aunque para él Polonia era un lugar al borde de una catástrofe religiosa y cultural, también era, precisamente por ese motivo, un lugar en el que él y sus hermanos debían actuar necesariamente. Estaba convencido de que aquí existía un «vasto campo sin cultivar para los trabajadores de Cristo», el cual solo esperaba ser labrado. En su última carta desde Polonia, dirigida a su general Laínez y fechada el 10 de febrero de 1559, se expresó con gran énfasis en ese sentido: «Cuanto más tristes y más desesperadas estén las cosas según el juicio del mundo, tanto más se convierte en nuestro deber llevar ayuda [...], porque somos de la Compañía de Jesús».

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No es casualidad que fuese precisamente Pedro Canisio quien, con sus cartas polacas de finales de la década de 1550, le recordara al general de la orden que no caer en la desesperación ante situaciones desoladoras era la especialidad de los jesuitas, y que había que ponerse «sin excusas ni pretextos», según sostiene la regla de la orden, manos a la obra para alumbrar pequeños rayos de esperanza, de consuelo y confianza en medio de tales situaciones de desolación. Pues, perseverar en medio de situaciones desesperadas era algo que Pedro Canisio ya se había apuntado en su cuaderno escolar a los 17 años en latín: ese «persevera» se convertiría en el lema de su vida. También siendo joven se había apuntado, debajo de una imagen devocional con una escena de crucifixión, lo siguiente: «¡No hay que desesperar a causa de nadie!». Y cuando en 1583, habiendo superado los 60 años de edad, escribió un memorando para Claudio Acquaviva, entretanto el cuarto Superior General, uno de los consejos más importantes era que, de cara a la labor en Alemania, había que «armarse, sobre todo, contra el espíritu de la pusilanimidad y de la desesperación».

Por sus años de experiencia personal, sabía que la presencia de los jesuitas, junto con su capacidad de resistencia frente a la frustración, resultaba especialmente urgente, no solo en la Roma de Pablo IV y en la turbulenta Polonia, sino, y, sobre todo, en la Alemania sacudida por la Reforma. Después de que, a la edad de 22 años, se convirtiera en 1543 en jesuita, bajo la influencia del genial maestro de ejercicios espirituales Pedro Fabro, finalmente regresó en otoño de 1549, tras pocos años en Colonia y aún menos años en Italia (en Roma y Mesina), al norte, con el fin de salvar el catolicismo en el Sacro Imperio Romano Germánico. Muchos en Roma, incluido el papa, consideraban que no merecía la pena: tras más de 25 años de Reforma, la Iglesia católica allí no tenía nada que hacer, pues había perdido definitivamente el tren. Pedro Canisio pensaba de forma distinta, pensaba como un jesuita: precisamente ahí, donde, con toda probabilidad, la Iglesia católica ya no tenía futuro alguno, él veía su vocación. Precisamente aquí quería lograr el renacimiento del catolicismo. Con ese fin fundó colegios jesuitas, escribió libros y pronunció miles de sermones a lo largo de casi medio siglo. Y ocurrió lo que nadie había esperado: ¡tuvo éxito con todo ello!

El renacimiento del catolicismo alemán durante el siglo XVI tuvo que ver, en gran medida, con su obra; ese renacimiento, además, tuvo repercusiones más allá de las fronteras de Alemania. Porque se negó a desesperar a causa de la situación desesperante de la Iglesia, inició un auténtico cambio de rumbo. Cuando, con ocasión de su centenario, los jesuitas publicaron en 1640 un grueso y lujoso volumen, se decía en él esto de Canisio: «A nadie le debe la Orden y el catolicismo en Alemania tanto como a él».

¡Cuánta razón tenían!

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Publicado por Communications Office - Editor in Curia Generalizia
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