Mayo: el mes de María, de las promesas de Dios cumplidas
La devoción a María es parte integral de la experiencia de la fe católica, así como en la de la Compañía de Jesús. El padre Arturo Sosa, al final de cada una de sus charlas, pide la intercesión de María, especialmente de Nuestra Señora de la Strada, que inspiró a San Ignacio y a sus primeros compañeros. ¿Por qué la asociación de María con el mes de mayo? James Hanvey, secretario en la Curia Generalicia para la promoción de la Fe, ofrece algunas reflexiones a fin de responder a esa pregunta. [Una versión más larga de este artículo ha sido publicada en la página web Thinking Faith con el título A Timeless Magnificat (Un Magnificat permanente). Agradecemos a los editores su colaboración.]
“Mayo es el mes de María”. Así comienza el poema The May Magnificat (El Magnificat de mayo) de Gerard Manley Hopkins, el famoso poeta jesuita inglés. Como es habitual en Hopkins, cuando pensamos que estamos en el dominio de la devoción popular, lanza una pregunta, presenta una metáfora o introduce su ‘ritmo a destiempo’ que nos da un alto. En dicho poema, es la pregunta “Por qué...” ¿Por qué mayo? ¿Por qué María?
Y,
en su respuesta, Hopkins establece profundas correspondencias naturales y
sobrenaturales entre María, la madre del Señor de la Vida y la renovación de la
vida en primavera. Mayo no es sólo el mes de María, lo es también de la
Iglesia. Para Hopkins, existe una conexión íntima y necesaria entre María, la
Iglesia y el Espíritu Santo: de hecho, el Espíritu es la base vital de todas
las cosas renovadas en Cristo, ya que el Espíritu es “el Señor y el Dador de la
Vida”. La liturgia natural de las estaciones y la liturgia del culto cristiano
parecen unirse para dirigirnos a la abundancia de la vida, tanto en la
naturaleza como en la gracia. [...]
María nos evoca que, para ser una capacidad verdaderamente humana, el natalicio es y debe ser una realidad de gracia. No es sólo una facultad reiterativa indefinidamente en reacción a las destrucciones inevitables de la historia, la materia y la corrupción humana. La “natalidad” surge de la vida divina que hay en nosotros y que nos “hace nacer” constantemente a la nueva vida de la gracia. Esa “natalidad” también tiene un rostro: es precisamente el modo en que Cristo cobra vida en nosotros sin disminuir nuestra propia singularidad. Redimidos en Cristo, llegamos a nuestra plenitud, llegamos a ser lo que somos, aquello para lo que Dios nos ha creado. Nos volvemos translúcidos para Él en este mundo, como María: En otras palabras, mayo es el mes en el que, con María, celebramos la obra de la gracia en nosotros y en el mundo. A través de María y en ella vemos cumplida la verdad de las promesas de Dios.[...]
Propongo
que consideremos el modo como la fe cristiana vuelve constantemente a
contemplar a María de Nazaret, la Madre de Dios. En ella [podemos] ver tanto el
escándalo como la originalidad de la vida y la realidad cristianas. Es la
visión de un Dios encarnado, constantemente activo en su autodonación amorosa y salvadora; un Dios personal que nos llama a
una relación libre con él, y sólo en esa vinculación se realiza plenamente
nuestra libertad. Y así llegamos a la inversión del Reino, celebrada en el
Magnificat de María: donde el “sí” no es un acto de sometimiento o sumisión,
sino una autodonación de servicio
amoroso que vive en la trascendencia de la propia autodonación de Dios; es la forma en que elegimos vivir más allá de
nosotros mismos, no para nosotros, “sino para él”. En este sentido, María es
también un escollo para todos los secularismos ateos y sus valores, que a veces
pueden colarse incluso en la vida y el pensamiento cristianos. María, que
siempre nos introduce en la vida de su Hijo, también nos mantiene abiertos al
misterio que es la redención y la santificación de Dios en el orden humano y
creado. Así podemos descubrir el comienzo siempre nuevo, la natividad del
Espíritu que nos permite anunciar nuestro Magnificat no sólo en mayo, sino en
todo mes y año.