“Mi secuestro me ayudó a crecer en la fe, la esperanza y el amor.”
Entre los huéspedes recientes de la Curia Generalicia, hemos tenido un encuentro con Rogerio da Silva, jesuita brasileño que acaba de cumplir unos siete años de servicio en Haití, cuatro de ellos como maestro de novicios. ¿Qué dice de su experiencia - como jesuita - en ese país que lucha por superar el estancamiento político y una extrema pobreza?
Testimonio de Rogerio Mosimann da Silva SJ
Rogerio da Silva, usted, jesuita brasileño, ha sido maestro de novicios desde 2017 hasta hace poco en Haití. Cuéntenos primero: ¿Qué fue lo que le atrajo a ese país?
La llamada a ir a contribuir en la misión de la Compañía de Jesús en Haití coincide con mi experiencia espiritual y con las raíces de mi vocación, es decir: el deseo que el Señor ha puesto en mi corazón de servir a los pobres. Si hay algo que no falta en Haití, son pobres.
Durante sus años en Haití, el país ha experimentado tantos desafíos, tanta adversidad. Sin intentar un análisis sociopolítico, ¿qué recuerda de sus contactos con el pueblo haitiano?
Parecerá
paradójico, pero la imagen más fuerte que guardo de Haití es la alegría del
pueblo haitiano. En medio de un sufrimiento enorme, muy real e injusto (¡una
situación que debe cambiar!), la población haitiana tiene una capacidad
increíble para seguir adelante a pesar de todo, para empezar de nuevo, para
reír incluso, para alimentar la esperanza. Más una experta sensibilidad para
agradecer. ¡Y qué generosidad! Creemos llevarles algo, y nos llevamos la grata
sorpresa de recibir cuánto más. Realmente, la actitud de la gente sencilla nos
evangeliza.

Usted ha sido maestro de novicios: ¿qué puede decirnos a propósito de los jóvenes que recibió en el noviciado? ¿Sobre sus motivaciones, sus puntos fuertes y débiles?
Los jóvenes que quieren entrar en la Compañía son hijos de su país. Y el país está atravesando una gran crisis. El reto es ayudar a esos jóvenes a mantener la memoria de sus orígenes y a desarrollar el deseo de servir a sus conciudadanos, superando la tentación, con frecuencia inconsciente, de encontrar en la vida religiosa consagrada una oportunidad de privilegio personal.
¿Fue un reto especial para usted y para los novicios su calidad de “extranjero”? ¿Existían diferencias culturales que había que tener en cuenta?
Supongo que sí. Ése es el reto de la inculturación. Pero la vía para el encuentro es siempre la del diálogo. Por supuesto, el jesuita que viene del extranjero ha de saber respetar la cultura local, pero quien viene de fuera también aporta una nueva perspectiva que puede ayudar a ampliar la visión de la realidad del propio país.
Muchos habrán oído hablar de la desventura que le ocurrió al final de su estancia en Haití. Usted fue víctima de un secuestro, obra de una de las bandas que operan actualmente en el país. ¿Cómo vivió esos días de encierro?
A nadie
le gusta ser víctima de la violencia. Pero cuando ello ocurre, se pueden
obtener muchos beneficios. Para mí, fue un regalo espiritual que me ayudó a
crecer en la fe, la esperanza y el amor. Nunca me había sentido tan acompañado,
primero por el propio Señor, también por los compañeros jesuitas y por mi
familia y amigos. Sabía que había gente rezando por mí, y eso me dio mucha
fuerza interior. Al mismo tiempo, los cuatro días y noches que pasé en manos de
la banda criminal me produjeron la oportunidad de sentirme más unido a todas
las víctimas de la violencia que asola al país. El Señor me dio la gracia de sentirme
solidario y fraterno con las personas que corren el mismo, o mayor, riesgo a
diario.

Después de haber visto crecer a los jóvenes jesuitas haitianos, ¿cómo ve el futuro de la Compañía de Jesús allá? Y ¿qué desea para sus compañeros haitianos y para su país?
Haití vive una crisis sin precedentes. La situación siempre ha sido difícil, pero ha empeorado enormemente en los últimos años. No se puede esperar que nadie, ningún grupo social, tenga la solución o diga con seguridad qué hacer. No se le puede exigir ni a la Iglesia, ni a la Compañía de Jesús. Mi impresión es que la Compañía y la Iglesia no se cansan de buscar su lugar en este contexto alarmante. Necesitamos una experiencia espiritual sólida que nos permita discernir nuestra misión.
Y debemos aprender a conciliar la prudencia con la
audacia. Por supuesto, no nos expondremos ingenuamente a los riesgos, pero si nos
dejamos encarcelar por el miedo, no podremos hacer nada. Para vivir nuestra
solidaridad, debemos encontrar formas de estar más cerca de las personas que
sufren a diario. Ello implica renunciar a las situaciones de privilegio o a los
signos de una Iglesia triunfante. Debemos tener el valor de elegir los medios
sencillos, de caminar con la gente común. En definitiva, se trata de amar
profundamente al pueblo haitiano y, gracias a la motivación que proviene del
amor cristiano, hacer de nuestra existencia un servicio, a fin que los
haitianos tengan Vida. Y la Compañía, con su tradición académica, también puede
ofrecer su colaboración en el campo de la reflexión, ayudando a tomar
conciencia de las dinámicas que están en juego en la sociedad haitiana y en la
Iglesia.
