Ruanda – Treinta años después del genocidio
Por Jean-Baptiste Ganza, SJ, superviviente del genocidio
Ruanda se prepara para conmemorar por trigésima vez el genocidio contra los tutsis. En 1994, el mundo fue testigo de uno de los genocidios más brutales de la historia de la humanidad. Todo comenzó la noche del 7 de abril, tras ser derribado el avión que traía a casa al Presidente Juvenal Habyarimana, que volvía de una reunión regional en Dar es Salam. Turbas de milicianos hutus asaltaron casas, pueblos y ciudades, durante cien días exactos, en busca de tutsis a los que matar. No hubo anciano ni joven, hombre ni mujer, sano o enfermo tutsis que escapase a la furia de unos jóvenes hutus entrenados para matar a machetazos. Ríos de sangre tutsi fluyeron por todo el país. Ruanda se convirtió en una fosa común a cielo abierto. Las tropas de la ONU, que había sobre el terreno, abandonaron a las víctimas en manos de sus asesinos. El mundo se limitaba a mirar. Pasivamente.
La
Ruanda de 1994 y la Ruanda de hoy ofrecen a la vista dos mundos distintos. Los
primeros años tras la tragedia fueron extraordinariamente duros. El Frente
Patriótico Ruandés había tomado el poder en Kigali, pero millones de ruandeses
habían huido del país a los países vecinos de Tanzania, República Democrática
del Congo, Burundi y Uganda. Eran los seguidores del régimen hutu, el que
orquestó la matanza. Un saqueo universal había precedido a la huida del
derrotado ejército y de las milicias hutus. Incluso el Banco Central ruandés se
trasladó a la RDC. El nuevo gobierno no tenía dinero. El país estaba en la
ruina. Para los supervivientes tutsis una clara línea dividía su tiempo en dos
etapas. A partir de aquel momento hubo un antes y un después del genocidio.
La primera conmemoración del genocidio tuvo lugar en abril de 1995. Consistió en la exhumación de miles de cadáveres de las fosas comunes del país. Guiados por la información que se pudo obtener, familias y amigos de las víctimas se reunían, excavaban y exhumaban cuerpos uno tras otro. A veces eran docenas. A veces miles. La vista resultaba deprimente, el olor asfixiante. Yo mismo participé en esta traumatizante tarea entre 1996 y 1997. Paradójicamente, la sensación de los que participaban en la exhumación de cadáveres era de victoria. Encontrar restos de seres queridos, lavarlos, llorarlos y ofrecerles un funeral y un entierro adecuados suponía un alivio para los supervivientes. En lo más profundo sentíamos que se estaba devolviendo la humanidad a aquellas víctimas, que habían sido masacradas como animales y arrojadas a fosas comunes. En los años que siguieron al genocidio viví verdadera hambre y sed de actuar así. Participé en las excavaciones y en la exhumación de cadáveres. Normalmente eran de familiares míos, pero hubo momentos en los que lo hacía por desconocidos.
En los años que siguieron, conmemorar el genocidio significaba repetir lo que acabo de describir. En el segundo aniversario, en el tercero, en el cuarto, hicimos lo mismo. Con cada aniversario crecía la esperanza de que hubieran salido ya los últimos cadáveres y de que las siguientes conmemoraciones serían distintas. Lamentablemente, nos fuimos dando cuenta de que cada aniversario significaba la exhumación de más cuerpos. Con el tiempo, los autores iban revelando ulterior información sobre dónde se encontraban nuevas fosas comunes. A cambio recibían una disminución de su condena.
Cuando
nos preparamos para el trigésimo aniversario, todavía quedan cuerpos por
encontrar. El año pasado fueron miles. Seguramente quedarán más, que habrán de
ser encontrados y exhumados este año. Cada apertura de una fosa común reabre
nuevas heridas. Mi oración de hoy, y la de mis compatriotas ruandeses, es que
se encuentren ya los últimos restos de las víctimas del genocidio de 1994
contra los tutsis de Ruanda. Sólo entonces la conmemoración significará algo
diferente. Sólo entonces podrán cicatrizar nuestras heridas y el proceso de
reconciliación avanzar a un paso más veloz.