Cruzar la frontera y comprometerse
Alfonso Ruiz, SJ - Provincia de África Occidental
[De la publicación “Jesuitas 2022 - La Compañía de Jesús en el mundo”]
El Foyer de l’Espérance (Hogar de la Esperanza) en Yaoundé, Camerún.
Mi nombre es Alfonso Ruíz, soy sacerdote jesuita; en 1968, me enviaron al Chad durante el magisterio. Llevo 23 años trabajando con los niños y los jóvenes de las calles, primero en Douala, después en Yaoundé.
Cuando hablamos de un «niño de la calle» nos estamos
refiriendo a un chiquillo, niño o niña, con menos de 18 años, que vive, duerme,
trabaja, come, juega y lo hace todo en la calle. Los lazos con su familia están
completamente rotos, no puede o no quiere volver a ella, y ningún adulto se
siente responsable de él o ella en esa etapa de su vida. Estos niños no están escolarizados, quien les educa es
la calle misma, con todas las consecuencias que ello conlleva para el
equilibrio de su desarrollo. Se trata de miles de niños y jóvenes perdidos para
la sociedad, ignorados o, peor incluso, condenados por ella. Están presentes en
todas las ciudades de los países pobres.
La vida de la calle es una sociedad paralela a la sociedad que llamamos normal. Tiene sus propias reglas, sus costumbres e incluso su propio lenguaje. Y como dos líneas paralelas nunca se cruzan, estas dos sociedades tampoco. Pueden rozarse, pero nunca encontrarse. Por tanto, si queremos ir, si queremos encontrarnos con esos niños, hay que cruzar la línea fronteriza que separa a ambas sociedades. Frontera sociológica, obviamente, pero también auténtica frontera. Pero ir hacia lo desconocido siempre será difícil para aquellos que viven confortablemente instalados en lo «conocido» de cada día.
Cuando me enviaron a Douala, en 1998, después de casi 30 años de presencia en el Chad, y me encargaron la responsabilidad de la comunidad jesuita del colegio Libermann, enseguida llamó mi atención la cantidad de niños de la calle que vagaban alrededor del colegio. Y como tenía un poco de tiempo libre, quise acercarme a ellos.
Creé entonces, para mí mismo, la operación: «fundirse con el paisaje». Veamos, lo que quiero decir es que, al igual que los vendedores de cigarrillos, los adultos de las calles, los guardias de seguridad, los árboles, los montones de basura, las prostitutas, los pequeños restaurantes a pie de calle, todos forman parte del paisaje cotidiano y a nadie les sorprende su presencia, yo quería también formar parte de ese paisaje familiar de la calle, que me conocieran, a pesar de ser blanco y cincuentón. Para ello, multipliqué mis visitas a la calle yendo al encuentro de los niños. Los comienzos fueron difíciles, pero después de algunos meses, una vez que empezamos a conocernos y, por lo tanto, a crear un clima de confianza, ese encuentro se volvió normal, natural y, muy a menudo, esperado. Esa fue mi manera de organizar mi «cruce de la frontera».
Cuando terminó mi misión en el colegio Libermann, en 2002, y como respuesta a la solicitud del arzobispo de Yaoundé, el Provincial me envió allí para asumir las riendas de la asociación diocesana Foyer de l’Espérance (Hogar de la Esperanza) y, desde entonces, soy el coordinador. El objetivo de esta asociación, desde hace 44 años, es «la reinserción familiar y social de los niños y los jóvenes de la calle y de la prisión de Yaoundé».
Me gusta decir que este trabajo, completamente inesperado, para el que nunca había sido preparado, ha sido para mí un regalo de Dios.
Tratar de avanzar un trecho del camino con esos niños,
para que puedan volver a descubrir la confianza, la seguridad, el cariño; ser
testigo de la profunda alegría de un adolescente de 12 o 13 años, analfabeto,
cuando consigue elucidar el misterio de la lectura; observar los esfuerzos de
los niños cuando intentan aprender a realizar malabarismos y otros artes
circenses, y la felicidad que irradian sus rostros cuando organizan un
espectáculo delante de otros jóvenes, y reciben un largo aplauso del público;
ir al encuentro de sus familias... Todo esto forma parte de nuestro trabajo.
Pero si es cierto que hay muchos éxitos, también hay fracasos. Como esos jóvenes que, en momentos importantes de su vida, vuelven a tomar una mala decisión. Como educadores, nos preguntamos qué hemos hecho mal. Mi oración me sorprende entonces: «Señor, ya no sabemos qué hacer, ayuda a este chico; él también tiene derecho a una vida normal como la de tantos otros». A veces, la experiencia del silencio como única respuesta es un duro golpe.
Nosotros, jesuitas, solemos utilizar el lema: «En todo amar y servir». Pero a veces, esas palabras no están encarnadas en nuestras vidas. Sin embargo, os aseguro que nadie aguantaría mucho en el Foyer de l’Espérance sin vivirlas realmente.
Después de tantos años, mi experiencia me dice que
pocas personas están dispuestas a cruzar esta frontera y a comprometerse, a
largo plazo, con esos jóvenes y niños. Llevo ya muchos años esperando que la
Compañía asuma la responsabilidad del Foyer
de l’Espérance. Y sigo esperando. Quizá, la cercanía de esta obra con la
tercera Preferencia Apostólica,
«abrir caminos de esperanza para los jóvenes», nos permita conseguirlo...